domingo, 16 de noviembre de 2014

NightHawks: Antes




EL

Clinc.

El sonido le sobresaltó. Debió haberse quedado dormido. Miró la ventana. Había oscurecido. El cristal estaba perlado de gotas de humedad. Era una noche fría y seca. Fría como su corazón y seca como su boca que aún mantenía el sabor al whisky que reposaba en un vaso al alcance de su mano.

Otro Clinc.

Era el sonido del hielo al romperse en el vaso. Atronaba en el silencio de aquella habitación de hotel, una vez más, fría y seca. Solitaria.

ELLA

Clinc.

Se miró frente al espejo mientras con gesto automático se despojaba de sus pulseras metálicas. Le sorprendió el sonido casi musical que hicieron al chocar entre ellas. Le sorprendió aun más darse cuenta de que odiaba ese sonido.

Volvió a mirarse al espejo. Miro su pelo rojizo recogido y, bajando la mirada, llegó a sus ojos. Le pareció estar contemplando a otra persona. Durante un segundo, pensó que alguien la observaba desde el cristal. Alguien que no era ella.

Otro Clinc.

Era su anillo. Al quitárselo había rodado por la repisa del lavabo, justo debajo del espejo. Rodó un corto camino hasta que se frenó al tropezar con un objeto. Era una caja de cerillas de color verde.

EL

Miró la botella medio vacía, con una mezcla de arrepentimiento y ansia de más. Pero sabía que no era eso lo que deseaba. Ni el arrepentimiento ni el ansia tenían nada que ver con la botella de Jack Daniel´s, que reflejaba con tonos ocres la luz mortecina de una farola cercana. No era eso lo que deseaba.

Se levantó del sofá donde se había adormilado y apagó la radio. En 1.942 ninguna noticia era agradable. El mundo mismo no lo era. Nada era como debía ser ni en el mundo ni en su vida. Se sintió egoísta, en un mundo en guerra, en una ciudad temerosa de salir a la calle por la noche, su corazón sentía que todo aquello no le importaba.

Pensó durante un segundo lo que había escrito en aquella caja de cerillas verde. No debió hacerlo, pensó.

Pero lo hizo. Ahora solo faltaba lo más complicado, que ella lo leyera.

ELLA

Recogió su anillo y miró la caja de cerillas. Guardó el anillo con su mano derecha y agarró con quizás demasiada fuerza su cepillo para el pelo. Llevaba en su mano izquierda, sin embargo, la caja de cerillas. No quería abrirla, sentía que era incapaz de hacerlo.

Comenzó a cepillarse el cabello, durante un rato eso la relajó. Volvió a mirarse ante el espejo y pensó, por primera vez en mucho tiempo, en ella.
También pensó en el mundo loco en el que vivía, en un mundo que no quería vivir. Miró la ventana, que también, como en la ventana de él, goteaba humedad. Le parecieron lágrimas.

Sonó el teléfono.

EL

Se aflojó el nudo de la corbata, suavemente al principio y con más fuerza después. De un solo golpe, arrancó el pedazo de tela de su cuello y lo lanzó al suelo sin prestarle más atención. Cayó encima de su vieja maleta aún sin abrir.

Encendió un cigarrillo, otro más. El humo que ascendía en caprichosas espirales le recordó otro momento, no muy lejano en el tiempo, dos años atrás. La última vez que estuvieron juntos. Su mirada deambuló por la sencilla habitación del hotel en el que se encontraba y sus ojos se centraron en el teléfono negro, negro como la ropa interior que llevaba ella y que vio por última vez aquella mañana, negro como sus ojos, negro como todo lo que había vivido desde aquel maldito día en que todo terminó.
Aún recordaba, entre sueños, sentir que ella abandonaba la cama. Apenas había amanecido y la luz del sol se reflejaba suavemente en su cabello. Estaba adormilado, y cuando despertó ella ya no estaba. Solo encontró, en su mesilla de noche, una caja de cerillas. En ella se leía “Stroke of luck”. Golpe de suerte. Era el lugar donde habían estado la noche anterior, donde supieron que sus vidas se cruzarían siempre. Era irónico ese nombre.

La abrió para encender un cigarrillo. Había algo escrito. Lo escribió ella. Sencillamente decía “¿Me amarás mañana?”. Miró pensativo las espirales del humo y tuvo la certeza de que lo haría, pero también, con un escalofrío, supo que eso era imposible.

Dos años después, en un hotel de baja muerte en Greenwich Village, en Manhattan, Nueva York, se encontró mirando el teléfono negro, con la boca seca por el amargo sabor del whisky. Le costó mucho trabajo conocer su dirección, pero consiguió hacerlo. Caminó hasta su casa y, en su buzón, depositó en un sobre cerrado, sin nombre, dos años después, su respuesta, escrita en la caja de cerillas de color verde.

Marcó su número

ELLA

Le sobresaltó el sonido del teléfono. Pensó en dejarlo sonar, pero supo en el último instante que debía hacerlo. Sintió, mientras aún se estaba peinando, que debería atender a esa llamada. Soltó el peine y la caja de cerillas y descolgó el auricular. Era él.

Escuchó su voz por primera vez en dos años, desde aquella maldita mañana en que sintió que su vida se partía en dos. Recordó sus lágrimas mientras se vestía y abandonaba la habitación donde habían pasado la noche juntos. Recordó verle dormido en la cama y escribir una frase en una caja de cerillas. Era una despedida que no quería hacer, su corazón latía como nunca lo había hecho, todo le decía que no debía hacerlo, pero lo hizo.

Todas esas sensaciones habían cambiado hoy. Cuando recogió en su buzón ese sobre lo supo. En ese mismo momento entendió todo.

Descolgó el teléfono negro.

- Hola, ¿Quieres que nos veamos en el dinner al lado de tu casa?

Contestó que sí.